Hoy, cómo hicimos para mantener a una genio encerrada en una botella. La Facultad de Ingeniería
de la Universidad de Houston y el Departamento de Estudios Hispánicos presentan esta serie sobre
las máquinas que mueven nuestra civilización, y las personas cuyo ingenio las creó.
Sybilla Masters llevó una aplicación para una patente a Inglaterra en
1712. Había inventado un nuevo molino de maíz, pero la patente debió ser registrada bajo el
nombre de su esposo porque ella era mujer.
Thomas Masters entonces era un mercader de Filadelfia, y ella inventó un nuevo producto a base de maíz que ellos
esperaban vender en Inglaterra. Sybilla usó martillos en lugar de piedras de moler para hacer una harina gruesa de
maíz descascarillado, lo que algunos llaman pozole o nixtamal — en inglés “hominy”. Ella lo llamó arroz Tuscarora.
El molino entró en producción y funcionó bastante bien. Pero la empresa fracasó porque los ingleses no pudieron
desarrollar el gusto por la papilla de ese maíz molido que en el Sur de Los Estados Unidos llamamos “grits”.
Cuatro años más tarde, Thomas registró otra patente cuando Sybilla inventó un tejido de
hojas de palma y paja. En esta ocasión ella estableció un negocio en Londres para vender
sombreros hechos con este material.
Sybilla Masters fue una mujer adelantada para su tiempo y poco representativa de su género
en esa época. Las colonias eran territorio masculino. Ella no fue tan solo la primera mujer
americana en recibir una patente, también fue la última en hacerlo en 1793, cuando América obtuvo
su propia oficina de patentes.
En 1793, la señora de Samuel Slater patentó una nueva forma de hilar algodón.
Su esposo
construyó la famosa hilandería Slater en Rhode Island. Aún recordamos la fábrica, pero la
hemos olvidado a ella y su patente, que le fue tan útil a esa fábrica.
Si la inventiva femenina fue anónima en la América del siglo XVIII, sólo mejoró un poco en
el siglo XIX. En 1888, la oficina de patentes hizo una lista de cada una de las licencias otorgada
a las mujeres. La lista mostró únicamente 52 antes de 1860. Desde entonces hasta que el reporte
fue emitido, el número creció a cerca de 3000. Esa fue una señal inequívoca de que las mujeres
comenzaron a verse a sí mismas con nuevos ojos, pero aún era un porcentaje mínimo del total de
patentes.
Me pregunto cómo hemos mantenido a tal genio — o talento — embotellado por tanto tiempo.
Recuerdo a mi madre, nacida en 1901. Ella insistía en ser un ejemplo del rol femenino. Ella
negaba con vigor cualquier conocimiento de mecánica y sin embargo, su habilidad era extraordinaria.
Hacía de todo, desde reparar máquinas de coser hasta lograr la imposibilidad del ganchillo
irlandés tridimensional. Ella lo hacía con una indolente gracia natural que hacía que todo pareciera
fácil.
La tendencia de mi madre a negar sus habilidades mecánicas todavía es común entre las mujeres. Quizás las mujeres
del siglo XXI mirarán la década de los 1990 como la época en que ellas finalmente pudieron exhibir
su ingenio sin reprobación. Espero que las mujeres del siglo XXI usen orgullosamente el tipo de
talento que Sybilla Masters reclamó para sí misma en la América colonial.
Les habló Aymará Boggiano en otro episodio de Las invenciones de la inventiva, de John Lienhard
en la Universidad de Houston, donde nos interesa el proceso de nuestra fecunda inventiva.
(Tema musical)
Vare, E.A. and Ptacek, G., Mothers of
Invention. New York: Quill, 1987.
The Engines of Our Ingenuity is
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